La Iglesia Negra y el corazón de Brașov: caminar y mirar

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Sigo con esta trilogía de lo que fue caminar por el centro histórico de Brașov fue como perderme a propósito.

Las calles empedradas, los cafés escondidos, las tiendas que huelen a cuero, madera, pan caliente. Iba con calma, al ritmo de la ciudad. Y ahí, entre una esquina y otra, apareció ella. La había visto en mil videos, en fotos, en blogs… pero estar frente a la Iglesia Negra fue distinto. Y cuando entré, entendí por qué tantos se detienen, por qué tantos regresan.

Una historia quemada en piedra

Desde afuera, la Iglesia Negra se impone. No es negra por casualidad. El incendio de 1689 dejó sus huellas en la piedra, ennegreciendo la fachada y dándole ese tono áspero que hoy la hace inconfundible. Originalmente se llamaba Iglesia de Santa María, y fue construida por los sajones en el siglo XIV, en estilo gótico.

Desde afuera, la Iglesia Negra se impone. No es negra por casualidad. El incendio de 1689 dejó sus huellas en la piedra, ennegreciendo la fachada y dándole ese tono áspero que hoy la hace inconfundible. Originalmente se llamaba Iglesia de Santa María, y fue construida por los sajones en el siglo XIV, en estilo gótico.

Caminando alrededor, uno siente que pisa siglos. Fue construida con la ayuda de maestros de toda Europa y tomó más de 100 años terminarla. Imaginar esa dedicación, esa paciencia, me hizo verla con otros ojos. No es solo una iglesia. Es una forma de resistencia, de fe, de historia escrita sin palabras.

Lo curioso es que, a pesar de su nombre y aspecto severo, guarda una energía muy serena. No hay estridencia. Solo piedra, historia y un silencio que invita a mirar con respeto.

Lo que se esconde dentro: luz, órgano y alma

Una vez adentro, todo cambia. Lo primero que me golpeó fue el órgano. Imponente. Uno de los más grandes del sudeste de Europa. Lo miré y pensé: cuántas veces ha llenado este espacio de música. Y ese eco, todavía flota.

Los vitrales no son explosivos, pero tienen una delicadeza que te hace quedarte quieto. Las alfombras orientales —sí, hay muchas— cubren el suelo de madera y le dan un aire inesperado, casi íntimo. No es ostentosa. Es sobria, silenciosa, viva.

En el silencio de una capilla que ha visto siglos pasar, se esconde un púlpito tallado con símbolos que no fueron puestos al azar: el compás y la escuadra cruzados guardan el centro de la escena, acompañados por un cisne blanco posado sobre un ataúd, como si anunciara una muerte iniciática, una transición de lo mundano a lo eterno; alrededor, ramas de laurel sellan la victoria del espíritu sobre la carne, mientras el número 1748 marca un año clave, quizás el nacimiento de una logia, una idea o un pacto; más arriba, un rostro emerge entre rayos, como un sol que todo lo ve, el ojo invisible del Gran Arquitecto; y a los lados, figuras desdibujadas vigilan en silencio, testigos eternos de una historia que solo revela sus secretos a quien se atreve a mirar más allá de la madera y el tiempo.

Entre sombras talladas en madera antigua, dos ángeles sostienen con firmeza un escudo que no solo guarda símbolos, sino un mensaje cifrado en raíces espirituales y verdades escondidas; al centro, un árbol se eleva con fuerza, como símbolo de vida y conocimiento, flanqueado por las letras L y B que podrían ser iniciales de linajes, logias o legados perdidos; debajo, la inscripción “Math 3 V.10” remite al Evangelio de Mateo, capítulo 3, versículo 10: “Todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego”, una advertencia directa sobre la pureza del alma y la consecuencia de los actos; y justo bajo las raíces del árbol, una pequeña hacha reposa, lista, como instrumento de justicia divina; todo envuelto en un marco de ramas talladas que parecen sellar este mensaje eterno, casi como si los guardianes celestiales custodiaran un juramento grabado en la historia y en la fe.

Fotografiar ahí adentro fue un reto. Sin flash, sin ruido, con respeto. Me enfoqué en los detalles: una columna, una lámpara, una sombra. Me fui con pocas fotos, pero con muchas sensaciones. La Iglesia Negra no es solo un monumento. Es una presencia. Un lugar que se deja ver, pero que nunca se termina de conocer del todo.

Cada rincón parecía contar algo. Recordé unas palabras de Mihai Eminescu, quien alguna vez escribió sobre su tierra con una ternura que se siente también aquí: “quien ha visto una vez estos lugares no puede olvidarlos”.

Y es justo eso. Brașov se te queda.

Salí de la Iglesia Negra en silencio, todavía con esa mezcla de asombro y calma. Seguí caminando por el centro histórico de Brașov, dejando que las callejuelas me llevaran sin prisa.

Este fue solo el segundo paso en este viaje. Te invito a seguir conmigo en el último capítulo, donde cerramos esta trilogía descubriendo los secretos de las murallas, El Cementerio de los Caidos y la Strada Sforii

Lugares que fotografio.